sábado, 20 de marzo de 2010

DE QUE HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE SUSTENTABILIDAD?

Roman Munguía Huato
Profesor, militante de la Liga de Unidad Socialista de Mexico.

La pregunta de si es posible el desarrollo urbano sustentable adquiere sentido y validez en estos tiempos terribles si somos conscientes, especialmente, del enorme cataclismo que destruyó a Nueva Orleáns. Sobre este desastre “urbano” se ha escrito ya en estos momentos toneladas de información; no obstante, se hace necesario un análisis profundo de lo que representa un acontecimiento nefasto de una magnitud extraordinaria por su fuerte impacto, en todos los órdenes sociales, particularmente en la sociedad estadounidense (1).
Cataclismo es una palabra cuya etimología griega significa inundación, y eso es literalmente lo que devastó a Nueva Orleáns. No se trata de hacer aquí un exhaustivo estudio del caso, sino de ponerlo como un ejemplo, entre muchos, de lo que para nosotros es la respuesta a la pregunta inicial, objeto de nuestra reflexión: ¡No! No es posible el desarrollo urbano sustentable en el marco de la sociedad actual y de sus procesos de globalización económica y política. Desde luego, también se puede afirmar que este ejemplo no es el más indicado para cuestionar la denominada sustentabilidad urbana, pues se trataría de una catástrofe causado por la naturaleza misma y no por la propia sociedad. Ante tal cuestionamiento, de entrada podemos decir que –al margen del origen o de la génesis natural o social que provoca un desastre social cualquiera–, el hecho es que la política de sustentabilidad o sostenibilidad de un hábitat urbano debe tomar en cuenta, precisamente, todo tipo de factores y contingencias, latentes o manifiestos, que impiden el “desarrollo humano, global y sostenible”; es decir, aquel desarrollo económico, político y cultural necesario para el bienestar social no sólo para la población actual sino también para la población futura.
A principios de los años noventa se consideró necesario que la política del desarrollo sostenible debería especialmente tener en cuenta en su agenda al proceso de urbanización. Así la urgencia de adoptar políticas de desarrollo urbano sostenible se impuso en el marco de una tendencia de una fuerte urbanización registrada en casi todos los países, sobre todo en aquellos países subdesarrollados.
Lo que pretendemos hacer aquí es dar sustento breve a nuestra afirmación apriorística de por qué no puede haber desarrollo sustentable en los actuales procesos de urbanización. La mayoría de las ciudades o de las regiones metropolitanas en el mundo carecen de las condiciones fundamentales necesarias para generar sus propios procesos de sustentabilidad (2). Toda ciudad depende de relaciones exógenas como son los suministros de los recursos energéticos (electricidad, combustibles, etcétera), hídricos y alimentarios. Factores externos que se determinan por el grado de preservación de la naturaleza en tanto recursos renovables o no renovables. Es decir, una primera condición de la sustentabilidad urbana es de carácter exógeno sometida a las relaciones contradictorias entre el campo y la ciudad. No existe ninguna ciudad o metrópolis autárquica, pues una primera relación dependiente de lo urbano es con el campo que la aprovisiona de alimentos y, como es sabido, la economía agrícola–ganadera es una producción que guarda estrecha relación con las condiciones ecosistémicas regionales, nacionales y mundiales. De ahí que la política del llamado desarrollo urbano sustentable no puede establecerse sin considerar un conjunto de factores externos a la ciudad misma.
El suministro del agua potable para las ciudades, por poner un ejemplo de naturaleza vital para la sustentabilidad humana, no depende tanto de las propias condiciones internas urbanas sino de una política de desarrollo de carácter regional, nacional y hasta mundial. Eso explica que dicho suministro sea actualmente una cuestión de primer orden en la estabilidad política como parte de la llamada seguridad nacional precisamente porque se ha convertido en un gravísimo problema social y político. Sin duda, esta cuestión pasa a formar parte de lo que algunos analistas denominan la “sociedad de riesgo” toda vez que la carencia de este líquido puede derivar en verdaderos conflictos locales, regionales, nacionales y mundiales. Hoy, la mayoría de las ciudades en el mundo tienen problemas con el suministro del llamado oro azul (3). En el caso de las ciudades mexicanas muchas de ellas sufren un déficit del agua potable muy severo.
En las políticas del desarrollo urbano sustentable, que en su mayoría son cartas de buenas intenciones gubernamentales, están ausentes la consideración de dos aspectos fundamentales que se constituyen como grandes obstáculos a sus propósitos principales: 1) las políticas (re)privatizadoras de todo tipo de recursos naturales, de la infraestructura y de los servicios públicos y; 2) la ausencia de planeación estatal urbana-metropolitana-regional –con sus acciones prácticas concretas dentro de la llamada planeación estratégica–, derivadas ambas de un proceso de política económica gubernamental de naturaleza neoliberal, la cual hace absolutamente imposible establecer las condiciones de un proceso general de sustentabilidad (4). No se puede planificar nada cuando no existen la política, los instrumentos técnicos ni los agentes necesarios y capaces de realizar las tareas elementales para tal propósito. Existe una contradicción evidente entre la necesidad apremiante de la planeación para este desarrollo sustentable y la ausencia real del intervencionismo estatal en la materia. Lo que denominamos capitalismo salvaje es, precisamente, la ausencia del intervencionismo estatal regulatorio del mercado; es este último el que determina en realidad el proceso de desarrollo urbano a través de una mercado inmobiliario sujeto a sus propias leyes de reproducción y valorización de capitales que impiden, entre otras cosas, una planeación territorial de los usos del suelo urbano en el marco de una sustentabilidad urbana–metropolitana de la propia naturaleza (áreas verdes, bosques, recursos hídricos, etcétera), del manejo de los desechos líquidos, gaseosos y materiales, y de la vigilancia y control de los recursos energéticos. El verdadero sujeto social de la planificación urbana es el propio capital y no el Estado ni la sociedad: el capital en general –y sus diversas formas autónomas (industrial, comercial, bancario–financiero, inmobiliario, etcétera)– diseña y configura los espacios urbano–metropolitanos y su entorno regional.
En una sociedad cuyo desarrollo reina el caos, la anarquía, el desorden y la irracionalidad es imposible que se den las condiciones esenciales para un proceso de sustentabilidad para una la relación armónica entre la sociedad y la naturaleza y en la sociedad consigo misma. Es una sociedad extremada y visiblemente contradictoria en todos los órdenes de la vida social. Al tiempo de la existencia de la irracionalidad y el caos, reina el orden y la racionalidad de la lógica del capital en su conjunto. Es una dialéctica social contradictoria inmersa en el proceso de desarrollo del capital a escala planetaria, determinada por el desarrollo del mercado mundial actual.
El proceso de urbanización se encuentra sometido a esta lógica de desarrollo económico (el del capital) sea directa o indirectamente; por eso debemos considerar el hecho de que cuando se definió y estableció oficialmente el desarrollo sostenible en 1987, aprobado por las Naciones Unidas, pasando por la Conferencia sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo en Río de Janeiro en 1992, hasta la Cumbre Mundial del Desarrollo sostenible en Johannesburgo en septiembre de 2002, se constató el fracaso de la lista de principios que los gobiernos debían poner en marcha con la adopción de la Agenda 21. (5).
El fracaso de Johannesburgo se puede explicar por muchas razones, pero sin duda existe una poderosa causa fundamental que no se dice o no se quiere reconocer abiertamente en los círculos político–gubernamentales, científico–académicos y en los medios de comunicación e informativos, etcétera, y es la primacía de los beneficios empresariales, especialmente los de las grandes corporaciones monopólicas transnacionales, que están por encima de las necesidades sociales de la población mundial presente y futura. El capital es un verdadero depredador de la naturaleza y del hombre mismo. La divisa suprema del capital es la necesidad de la obtención de la ganancia máxima en todo momento y en todo lugar, no importa el costo social y ambiental presente y futuro: “Después de mí el diluvio”, tal y como se jactaba la monarquía francesa... antes de la Revolución.

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